Stop Machismo
Miquel Monserrat

Borrachera de poder: una historia de género

Publicado en la revista Trasversales, número 7, verano 2007


L’Ivresse du pouvoir, Claude Chabrol, 2006, guión de Claude Chabrol y de Odile Barski.

Chabrol habla de la corrupción, de la judicatura… y de algo más. Habla, como es habitual, con “ardiente frialdad”, precisión y aparente, sólo aparente, neutralidad. En cierta forma, Chabrol nos dice: “esto es lo hay,  tomar postura es cosa tuya”. Chabrol ha tomado postura al elegir qué muestra y cómo lo muestra.
De hecho, lo que opine Chabrol sobre su película no es demasiado importante. Lo que importa es el diálogo público que con ella abre. Por ejemplo, bastantes opiniones consideran que la “borrachera de poder” afecta, más aún que a  los ejecutivos corruptos, a la jueza, mientras que otras ven en la actuación de ésta una aplicación correcta de la justicia contra los ladrones de lo común. Mucho podría hablarse sobre todo esto, aunque no ocultaré mi preferencia por “Jeanne Charmant-Killman” (Isabelle Huppert) y su compañera de magistratura Erika (Marilyne Canto).

Lo que me llama más la atención, sin embargo, es una corriente subterránea de conflictos “de género”. Algo ya insinuado en los irónicos apellidos puestos por Chabrol y Odile Barski a Jeanne: “encantadora matahombres”.
También lo han visto así algunos que toman posición, consciente o inconsciente, en favor del privilegio masculino, pero han dado la vuelta al calcetín y hacen una lectura abiertamente misógina de la película. Uno de los ejemplos más claros de esa interpretación es la versión que de la entrada L’Ivresse du pouvoir estaba en Wikipedia a primeros de junio:
“Ella está dispuesta a sacrificar todo, su seguridad e incluso a su marido que ya no soporta la vida infernal que ella le hace vivir”; “a pensar de sus incesantes gritos de impotencia, su marido no consigue corregir la lenta deriva obsesiva de Jeanne, que sólo se respeta a sí misma”; “Erika, una clon [de Jeanne] con la misma determinación de aplastar machos”; “su placer reside en manejar a su antojo al sexo opuesto”, “una mujer que sigue siendo mujer pero se convierte en hombre a través de la dominación”, “el macho es ella, fumando cigarro tras cigarro”...
¡Cuánta furia de macho dolido!

Pues bien, a mi entender L’Ivresse du pouvoir es un torpedo contra el patriarcado.
Empecemos por “los otros”, los corruptos. Todos sus comportamientos les marcan como representantes de una masculinidad tradicional y arrogante. Su borrachera de poder es absoluta. Ni siquiera se les ha ocurrido pensar que podrían “caer” y ser castigados. Les sorprende que se les reproche, eso funciona así, la corrupción es el “aceite necesario para que la máquina funcione”. Tan embriagados están y tan seguros se sienten que, en realidad, la operación puede empezar porque uno de ellos, convencido de su capacidad como macho triunfador para seducir y manejar a la jueza, la pone sobre la pista de otro al que quiere machacar, sin darse cuenta que de ese hilo saldría el ovillo, hasta llegar a él precisamente (más arriba siguen impunes, al menos en el punto en que termina la película). Y tan convencidos de sus mitos masculinos están que, para neutralizar a Jeanne, no se les ocurre otra cosa que poner a su lado a otra juez de coraje similar, Erika. Donde esperan provocar una guerra abierta entre dos mujeres compitiendo bajo el impulso de los hombres, provocan una alianza. Ellos, hombres, todavía siguen siendo tan estúpidos como para creer que el mayor enemigo de una mujer es otra mujer.

Luego, el marido, en muchas lecturas de la película víctima inocente de la entrega de Jeanne a su trabajo. Sí, muchos creen que su esposa, Jeanne, le da “una vida infernal”. Sólo porque ella se encuentra en un momento crucial, abordando una responsabilidad pública de enorme dimensión que requiere una dedicación plena. Sólo porque ella, convertida en objetivo de atentado, debe llevar guardaespaldas. ¿De qué están hablado? Cientos de miles de hombres, en tareas menos dignas, indignas en muchos casos e inútiles en muchos más, imponen esa vida a quienes se relacionan con ellos. Pero ellos son vistos como los “grandes hombres”, eso es normal, nada hay que decir. Pero si se trata una mujer, es una víbora. Si se trata, por ejemplo, de Ségolène Royal anunciando su candidatura a la presidencia de Francia, “¿quién cuidará a sus hijos?”.
El marido, cuyo amor no da para apoyarla en ese momento de su vida, sino sólo para protestar, para gruñir, para exigir que “le hagan caso”, para largarse harto de encontrarse con los guardaespaldas, en vez de ganarse ese caso aportando respaldo y simpatía, como hace su sobrino Félix, el único vínculo masculino que lleva algo de solidaridad humana a Jeanne, también traicionada por el que creía fiel colaborador. El marido irritado porque siempre hablan de él como marido de ella, al revés de lo tristemente habitual. El marido que lleva su odioso comportamiento hasta el punto de un acto final en el que ni siquiera toma las garantías de que sea realmente “final”, para así llevar su presión sobre ella hasta el extremo.

¿Y después? Eso queda abierto. Si Jeanne se rendirá al chantaje del marido o le mandará a freír espárragos, queda abierto al deseo del espectador. Y si su final “Qu’ils aillent se faire foutre...” quiere decir que va a seguir combatiendo a ese tipo de corruptos o bien que no merece la pena arriesgar tanto cuando quienes deberían haberla apoyado la zancadillean y la apartan del caso, también queda abierto. De hecho, si fuese una escena de la vida real bien podría querer decir que aún no sabe que hará, pero que sin duda ha reconocido al enemigo.

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