Mª
Luisa Montero García-Celay Mariano Nieto Navarro Género, asimetría y despilfarro de recursos humanos Artículo publicado originalmente en la revista Trasversales número 5, invierno 2006-2007 Mª Luisa Montero García-Celay es Licenciada en Filosofía y Profesora de Instituto de Filosofía y Ética. Mariano Nieto Navarro es Ingeniero Naval y miembro de Hombres contra la desigualdad de género El debate sobre la Ley Integral contra la Violencia de Género y, ahora, el trámite de la Ley de Igualdad en las Cortes, han propiciado la publicación de objeciones y reparos diversos al planteamiento de fondo de ambas leyes, algunos de ellos desde posiciones en principio progresistas. Importantes cabezas pensantes (masculinas y también femeninas) protestan con mayor o menor claridad desde las filas de la derecha, cómo no, pero también desde la izquierda, por el presunto uso fraudulento de la ley por parte de algunas, porque se fuerza la gramática para “inventarse” un lenguaje que nombre explícitamente a las mujeres, por esto, por lo otro... en última instancia, por lo que algunos califican como excesos del movimiento feminista el cual, dicen, se habría escorado hacia su extremo más radical o “fundamentalista”. Ahora que, por fin, una parte de las conclusiones de los últimos estudios feministas han sido asumidas por algunas leyes, como las medidas compensatorias de acción positiva para conseguir la igualdad real y no sólo jurídica, resulta que surgen críticas que, escudándose en una actitud pretendidamente contestataria y rompedora de lo “políticamente correcto”, no hacen sino afianzar, consciente o inconscientemente, los prejuicios de siempre respecto de las mujeres. Ante estas críticas, es preciso, de entrada, afirmar una obviedad: que ningún argumento es más razonable por ser defendido desde posturas supuestamente “heterodoxas”. En este artículo se abordan cuatro cuestiones planteadas por estas personas preocupadas por los excesos del feminismo, resaltando las inconsistencias e incluso contradicciones lógicas de un discurso que, desafortunadamente, desde nuestro punto de vista, parece estar siendo asumido por demasiada gente. Para que cada uno y cada una, en el libre ejercicio de su sentido crítico, se sitúe ante estas cuestiones. En un estado democrático, es importante dialogar desde posturas contrapuestas y desautorizar, no a las personas, sí a las falacias que plantean, porque desautorizar con hechos y razones, siempre desde el respeto, es la única manera legítima de avanzar en la lucha contra las injusticias del tipo que sean. Los pretendidos “excesos del feminismo” 1) La sociedad y las costumbres han cambiado muchísimo, por lo que ahora sería un exceso decir que la violencia doméstica es una violencia que sólo sufren las mujeres: muchos hombres, se dice, están sufriendo también este tipo de violencia. El escritor y dirigente socialista Joaquín Leguina mencionaba, en un artículo publicado hace más de año y medio [“Igualdad, paridad y violencia”, El País, 4/9/2004], datos de un estudio sobre la violencia doméstica en los EEUU según el cual la proporción de agresiones de hombres a mujeres y de mujeres a hombres en el entorno doméstico sería similar. Y con ello daba por demostrado que la violencia doméstica en las sociedades occidentales no es asimétrica hacia las mujeres. Otros mencionan casos de denuncias falsas de malos tratos y generalizan sobre la indefensión de los varones bajo la nueva mentalidad y legislación. Bien sea echando mano de estadísticas no contrastadas, bien sea generalizando casos puntuales, el hecho es que simplemente se ignora la multitud de otros estudios y publicaciones oficiales que muestran que no sólo en EEUU sino también en España, en Noruega, en Francia y México, pero también China, en Papúa-Nueva Guinea, en Arabia Saudí o en Afganistán, la “violencia doméstica” es la causa de muerte de una proporción abrumadoramente mayor de mujeres que de varones. Al afirmar con ligereza que es un problema que, más o menos, afecta a ambos géneros por igual, se reduce su importancia y se niega su carácter singular. En coherencia con esta “tesis”, aunque algunos utilizan indistintamente las expresiones “violencia doméstica” y “violencia de género” como si fueran equivalentes, no parece casual que finalmente muchos se decanten por la primera. Uno de los campos de batalla de la polémica en torno a la Ley Integral contra la Violencia de Género, en la que irrumpió la Real Academia de la Lengua -con toda la autoridad masculina de la institución- rechazando el término “género” como expresión de los roles sexuales, se situó en el ámbito de lo “linguísticamente correcto”. Puede parecer bizantino, pero esta discusión nominalista tiene más importancia de lo que parece, porque lo que está en juego es, precisamente, el reconocimiento del carácter singular de la violencia contra las mujeres. En el fondo, lo que este planteamiento parece ignorar o simplemente elude tomar en consideración es la investigación rigurosa y fundamentada durante años de antropólogas/os, sociólogas/os y psicólogas/os, muchas de ellas feministas pero también de otras/os que no se definen como tales, que demuestran que la violencia doméstica contra las mujeres es sólo una parte de una violencia más amplia ejercida en múltiples ámbitos (laboral, asociativo, ocio, etc., no sólo en el doméstico) contra las mujeres por el hecho de pertenecer a la “clase social” de las mujeres. La categoría “género” ha permitido unificar y visibilizar todo el conjunto de daños físicos, psíquicos y morales inflingidos a las mujeres por el hecho de ser mujeres que, como piezas de un puzzle, se engarzan, se interrelacionan y muestran el cuadro completo en un único concepto: violencia de género. Si se inscribe la violencia doméstica (contra las mujeres) en la más amplia “violencia de género”, entonces todo se explica, tanto la asimetría de aquélla como la gran variedad de agresiones que sufren específicamente las mujeres fuera del ámbito doméstico. Utilizar la expresión “violencia doméstica” para denominar la violencia específica hacia las mujeres no sólo oculta la unidireccionalidad de la violencia de género, sino que también permite negar o diluir la existencia de un tejido continuo de discriminaciones y agresiones, encubiertas o declaradas, contra las mujeres, dentro y más allá del ámbito doméstico, del que los asesinatos son la más brutal expresión. Y si se niega la existencia de tal tejido, es casi lógico que se considere un exceso feminista relacionar, por ejemplo, el maltrato psicológico a las mujeres con la violencia doméstica (entendida ésta como pura agresión física). El caso es que no se reconoce, por este orden: 1) la asimetría de la violencia doméstica, es decir, que fundamentalmente la sufren las mujeres; 2) la unidireccionalidad de la violencia de género, es decir, que éste es un tipo de violencia específicamente dirigido a las mujeres; y 3) la conexión entre maltratos psicológico-sociales hacia las mujeres y violencia, es decir, que la violencia de género va más allá de la pura agresión física. De este modo se vacía absolutamente de contenido el concepto violencia de género y se está consiguiendo que, en cierto lenguaje “popular”, se utilice confusamente el término para referirse de forma reduccionista sólo a las agresiones físicas que se producen en las “peleas de pareja” y, además, pensando que el agresor puede ser tanto el uno como la otra... ¡y seguir llamándolo violencia de género! Pero aún hay más. Al no reconocer el concepto de violencia de género, se niega implícitamente su causa, su común denominador, a saber: que tanto el maltrato psicológico como la mayoría de los actos violentos contra las mujeres tienen que ver con una dominación. Desde la izquierda muchos reconocen los mecanismos de dominación responsables de la pobreza, pero no quieren reconocer que hay mecanismos de dominación responsables de la desigualdad femenina y, en última instancia, de toda la violencia de género. En este caso estamos hablando de la dominación patriarcal. Esta dominación, como todas, tiene signo, orientación, y por tanto la violencia, que es consecuencia de ella, también lo tiene. Por eso, el propósito de la Ley contra la Violencia de Género no es hacer frente a la violencia en general en el ámbito doméstico, para lo cual disponemos de un amplio Código Penal e incluso podrían elaborarse nuevas leyes si se considerase necesario, sino combatir en particular esta violencia hacia las mujeres por el hecho de ser mujeres que se produce no sólo en el ámbito doméstico sino también en el laboral y en el social en general, y que se engloba bajo el concepto violencia de género. Por último, hay que resaltar la contradicción de quienes, como por ejemplo el mencionado Joaquín Leguina, apoyaron la Ley Integral contra la Violencia de Género pero, al no querer reconocer ese continuo de discriminaciones y agresiones hacia las mujeres, dan un contenido restrictivo a la “integralidad” de la Ley. Porque si reconocemos que la violencia de género es violencia de dominación, entonces los malos tratos contra las mujeres son tan políticos como los crímenes de ETA y del Ku-Klux-Klan, aunque no sean planificados por una organización. Su “espontaneidad” nos avisa de que son aún más difíciles de erradicar y por eso requieren de una acción integral, no sólo en el ámbito de la prevención y la protección de las mujeres sino mucho más allá, en el ámbito educativo, político, laboral, social y penal, pues están mucho más extendidos y se fundamentan en una ideología tan asumida por demasiados hombres, y también mujeres, que ni siquiera la viven como tal “ideología”, sino, simplemente, como algo que “es así”, “natural”, ficción que es desenmascarada, precisamente, por su desvelamiento como Violencia de Género. 2) Es un exceso, afirman, que las feministas digan que las causas de la violencia de género están en la “violencia intrínseca del macho”. Estamos de acuerdo, es un exceso, pero esto es una tergiversación de los argumentos feministas. Desde luego es un exceso en cuanto que no podemos hablar de animales machos sino de seres humanos varones formados en un determinado patrón social: no existe una naturaleza que les determine a ser violentos, sino una sociedad que les educa con unos valores que les permiten utilizar la violencia contra las mujeres. Frente a ese exceso, se argumenta que la violencia doméstica en realidad se reduce a unos “comportamientos patológicos” concretos, de los que no se puede deducir ninguna ley general acerca del mal comportamiento de los varones. Se sigue afirmando en muchos círculos que la violencia doméstica es una patología social y, además, reducida a casos contados, porque no es “el pan nuestro de cada día”. De nuevo, al hablar de “comportamientos patológicos”, pese a todas las evidencias y análisis realizados en las últimas décadas, que demuestran la perfecta cordura e integración social de la gran mayoría de los agresores, se evita reconocer la existencia de la violencia de género como un continuo, de la cual la violencia doméstica hacia las mujeres es sólo una parte. Ambos diagnósticos, tanto el de la “violencia intrínseca del macho” como el de la “patología social” limitada a algunos individuos, pasan por alto algo que la crítica feminista y las ciencias sociales llevan décadas estudiando: que de la violencia de género, evidentemente, no son culpables todos y cada uno de los varones, pero tampoco es un hecho aislado circunscrito a determinados casos, sino que depende de una determinada estructura, patrón o tejido social “patriarcal” que se refleja en el día a día de todas y cada una de las personas que componemos esta sociedad. El patriarcado es al machismo, al sexismo y a la violencia de género lo que la estructura de clases sociales es al clasismo, a la explotación y a la delincuencia socioeconómica del capitalismo salvaje. El patriarcado es una estructura social jerárquica en la que muy diversos factores se entrelazan y refuerzan mutuamente para hacer posible la dominación de los varones sobre las mujeres, de la cual son expresión las actitudes y conductas machistas. Los factores son múltiples: las categorías conceptuales y los esquemas de percepción (reflejadas, entre otros, en el lenguaje), las creencias, las costumbres, las instituciones, la organización económica, las leyes, la educación, la publicidad, la cultura, la religión, etc. El patriarcado es una estructura que está por encima de las personas, aunque cada persona (varón o mujer) pone su granito de arena, mayor o menor, para que dicha estructura se mantenga. Indudablemente, a mayor poder, mayor capacidad para contribuir a ella. Pero al hablar del patriarcado no se buscan culpables, el varón no se convierte en un “enemigo a batir”, sino que se trata de comprender por qué pasan muchas de las cosas que les pasan a las mujeres. Y a los varones. A partir de los conceptos de género y patriarcado es más que posible e intelectualmente legítimo relacionar no sólo las presiones o maltrato psicológico grave hacia las mujeres con la violencia de género, sino también otro tipo de daños psicológicos o morales como las “microviolencias” cotidianas (Hirigoyen) o “micromachismos” (Bonino), la violencia que supone la falta de autonomía personal por la discriminación laboral y económica (Alberdi), el llamado “techo de cristal”, etc. 3) Es excesiva la idea, según algunos propagada por las feministas, de que “todo sigue igual” en lo que se refiere a la desigualdad de mujeres y varones. Efectivamente, no todo sigue igual; ha habido avances importantes hacia la igualdad de las mujeres, mayores en algunas sociedades, como las nórdicas. Pero el sistema patriarcal sigue ahí, intacto en muchos de sus aspectos, y es ese sistema el que reacciona con mayor virulencia cuanto mayor es la autonomía conseguida por las mujeres, es decir, cuando más ve amenazada su supremacía. La recién ganada autonomía femenina que, todo hay que decirlo, lo ha sido a través de un movimiento pacífico que se ha dado y sigue dándose paulatinamente, ha hecho posible que las mujeres se sitúen en un papel social diferente al asignado, todavía en muchos aspectos, por el patrón patriarcal. Esto implica un cuestionamiento de todos los ámbitos y valores de nuestra sociedad: economía, cultura, política, familia, relaciones de pareja… y a esto se resisten muchos y muchas, y algunos (sin distinción de clase) utilizan el poder que les ha dado el sistema patriarcal para rebelarse o mostrar su frustración o su confusión, no desde el diálogo, sino desde lo peor del ser humano: la violencia. Una violencia, por cierto, mucho más permitida en los niños que en las niñas… Si se reconoce que la estructura patriarcal sigue en activo, puede entenderse que en los países nórdicos, a pesar de las mejoras y precisamente como reacción frente a éstas, siga habiendo muertes por violencia de género. No es que la autonomía femenina, como dicen algunos, haya sustituido a la subordinación como “impulso” o “disparador” de la violencia. La confirmación de la subordinación, es decir, la necesidad de algunos varones de afirmar su estatus dominante amenazado, sigue estando en la base de la violencia de género y por eso esta violencia es unidireccional hacia las mujeres, o sea, de género y no sólo “doméstica”. 4) La paridad, dicen, es un exceso como mecanismo para impulsar la igualdad de las mujeres en nuestra sociedad porque es discriminatorio para con los varones bien preparados y, además, supone un “despilfarro” de valiosos recursos humanos masculinos. La paridad es un mecanismo de “discriminación o acción positiva” (o “affirmative action” como dicen los americanos, no ahora, sino desde los tiempos de las luchas por los derechos civiles) que pretende paliar la desigualdad en las condiciones de acceso, a igualdad de currículum. Algunos objetan, sin embargo, que la paridad consagraría el principio nada igualitario de ser seleccionada, antes de por cualquier otro mérito o capacidad, en función de la condición sexual. Pero es que la paridad no es eso. El principio de igualdad no se puede aplicar en abstracto sin tener en cuenta el punto de partida, no en cuanto a mérito y capacidad, sino en lo que se refiere a las condiciones históricas y culturales en las que se toman las decisiones para cubrir los puestos de responsabilidad o representación, tradicionalmente asignados y reservados a los varones. Las mujeres que en la actualidad están como responsables en los ministerios tienen un currículum que las ha hecho merecedoras de sus cargos por sus méritos y capacidades. Eso sí, con dos currículum en las mismas condiciones, se ha elegido por primera vez en la historia de la humanidad a unas mujeres para alcanzar un reparto equitativo de las carteras ministeriales (en otras instituciones está muy lejos de conseguirse). Intentar corregir la injusticia de siglos no parece un ejercicio de desigualdad sino de justicia. Pero esto no es todo; en relación con las organizaciones políticas algunos afirman que, al tener los partidos baja tasa de afiliación femenina, toda discriminación (en referencia a la paridad) en la selección de candidatos produce un despilfarro de recursos humanos masculinos bien preparados (sin importarles, por otro lado, cuáles puedan ser los motivos de esa baja afiliación: ¿tener que compatibilizar quizás demasiadas tareas todavía asignadas exclusivamente a las mujeres, por ejemplo? ¿o el estereotipo femenino, grabado en la mente de tod@s, según el cual el ámbito público es el terreno de los varones?). La paridad es un mecanismo más, entre otros posibles, para caminar hacia la igualdad. Pero “la paridad es algo concreto, mientras que la igualdad es abstracta…”, dicen algunos. Efectivamente, las mujeres han sufrido por esa abstracción, que desde la Ilustración ha llenado el discurso político y social, pero que sólo el movimiento feminista ha sido capaz de concretar en medidas particulares (el sufragio, la igualdad de salario, la coeducación, el reparto de tareas domésticas, la paridad…) que todavía hoy en día deben ser impulsadas para que la igualdad deje de ser una abstracción y pase a ser una realidad. A algunos parece que se les llena la boca con el discurso de la igualdad en abstracto pero se resisten a determinadas políticas concretas. Y es que las políticas concretas afectan siempre a algún interés particular (en este caso, masculino), que puede salir perjudicado. Pero es que el bien común o interés general debería estar por encima de los intereses particulares. Esto es lo que ha defendido siempre la izquierda en sus políticas sociales. La paridad se exige primero de los partidos e instituciones políticas, porque se supone que éstos son los primeros que deben aplicar los principios democráticos y favorecer la evolución de la sociedad hacia estructuras más justas. Ojalá llegue el día en que los políticos se atrevan a enfrentarse a los “poderosos de la tierra” y se obligue a la paridad en los consejos de administración de todas las empresas (estaba en el anteproyecto de Ley de Igualdad, pero ese objetivo parece que va a quedar finalmente diluido en largos plazos). Mientras haya quienes se dediquen a denigrar la paridad como algo no igualitario, será imposible avanzar por el camino de la igualdad también en el mundo de la empresa. Los varones tienen que aprender a repartir equitativamente con las mujeres todas las tareas de la sociedad, desde las tareas domésticas hasta los puestos de responsabilidad, que son siempre limitados. Al sentir que algunas reclaman con excesiva vehemencia ese reparto equitativo, algun@s hablan con preocupación de “lucha entre los sexos”. Pero ello no deja de ser expresión de las múltiples resistencias del poder patriarcal (cada un@ que vea cómo le afecta y cómo se posiciona) a dejar de ser el único protagonista de la historia. Este aprendizaje de los varones implica mucho más que un discurso, implica una actitud que se echa de menos en hombres que en sus trayectorias han jugado a favor de la justicia social. Por otro lado, conviene recordar que las mujeres llevan siglos siendo “despilfarradas” al ser consideradas menores de edad y por lo tanto sin ningún derecho a la educación, a la autonomía y a participar en cualquiera de los poderes públicos. Las objeciones a las que hemos intentado responder son especialmente peligrosas para la causa de la igualdad de las mujeres no sólo porque se presentan con una aparente estructuración racional o intelectual, revistiéndose de progresismo e incluso de defensa de los ideales feministas frente al “camino equivocado” que supuestamente éstos habrían tomado sino, además, porque los argumentos racionales se mezclan en hábil revoltijo con palabras-fetiche como “fundamentalismo”, “sectarismo”, “verdades reveladas” o “lucha de sexos” que provocan una reacción emocional de rechazo del feminismo actual en su conjunto. Y esto es jugar a justificar y sostener uno de los poderes de dominación más difícil de desenmascarar y de eliminar, el poder patriarcal. No contribuyamos a semejante injusticia. |